H ace poco me compré un libro sobre los Chicago Boys, tema del mayor interés para los que alcanzamos a vivir los coletazos del estatismo antes de Pinochet. Me ensarté. Como el libro estaba forrado en plástico me fue imposible hojearlo a tiempo, calibrar la escritura, el índice, o sea, en definitiva, cachar la onda mental del autor. Al llegar a mi casa y leerlo por fin, me encontré con que el relato del fenómeno era muy académico y que había un énfasis prolongado en cuestiones como el déficit fiscal y el tipo de cambio fijo.
Está bien, por cierto es necesario que se expliquen estas cosas, o que se discutan, pero me da la impresión de que en este trance yo andaba buscando lo que Huizinga llamaba “el tono de la vida”, o sea, en qué climas emocionales se desencadenaron los hechos cruciales, en qué estilo de interiores, con qué ruidos de fondo, cuáles eran los modos de hablar (los intuyo leventemente diferidos de los actuales).
Me parecía, quizás con un ímpetu histérico, que entender detalles de esa naturaleza profundizaría mi entendimiento de la dictadura y de sus adyacencias, algo que se cumple, por ejemplo, en las memorias de Sebastián Edwards, donde la economía y la política aparecían vinculadas a paisajes, a personalidades, a entornos arquitectónicos y a determinaciones culturales. Edwards además, en su libro, filtraba constantemente escenas cotidianas del pasado que con el tiempo uno recuerda con cierto peso simbólico.
La capacidad de hacer interesante una historia común está en el sesgo que el emisor le da al relato. No estoy seguro si esta virtud se desarrolla por aprendizaje o simplemente se despierta en uno de un día para otro. Recuerdo algo específico de mi vida: hasta los 14 años no existía en el rango de mis verosimilitudes la posibilidad de contar historias. Podía hacer comentarios de películas vistas, de música, podía pelar a personas cercanas y opinar sobre asuntos morales, pero no me consideraba calificado para atraer la atención de los demás con la relación articulada de hechos en un flujo conmovedor o humorístico. Esto cambió a los 15, en El Arrayán, ante dos amigos: les conté cosas de mi padre, hice un retrato pormenorizado de su personalidad, exageré algunos rasgos. Y ellos se entretuvieron. Experiencia nueva, autodescubrimiento, giro evolutivo.
Durante años me tocó hacer entrevistas para revistas de toda índole. Cada vez que me dirigía hacia la casa de un entrevistado iba con la expectativa de que no fuera un mal conversador, un monosilábico empacado, o, por el contrario, un ampuloso filosofante. Hacer entrevistas es una buena forma de conocer formas distintas de relatos orales y es también una especie de psicoanálisis rudimentario en que el analista es uno. Un periodista norteamericano de cierta notoriedad, cuyo nombre he olvidado, recomendaba no intervenir cuando el entrevistado se quedaba callado: ése era, según él, el momento previo a la confesión, a la catarsis, a las revelaciones significativas.
Se me ocurre que la gente que ha hecho un arte de la narración de los frecuentes chascarros, equívocos y accidentes que les suceden, en el fondo son solitarios que quieren allegarse, pertenecer al mundo del otro. Saben cómo hipnotizar al prójimo para pasar el mayor tiempo posible en compañía.
La capacidad de hacer interesante una historia común está en el sesgo que el emisor le da al relato. No estoy seguro si esta virtud se desarrolla por aprendizaje o simplemente se despierta en uno de un día para otro.